Los “septualescentes” o septuagenarios

Por: Antonio Porras Cabrera

Los “septualescentes” conforman el grupo de los nacidos en torno a los años 50, que en estas fechas andan cumpliendo los setenta y tantos años… Utilizo, e introduzco, el neologismo “septualescentes”, en lugar de septuagenarios, para remarcar el carácter singular de este segmento de la población, donde prevalece cierta actitud identificativa con la adolescencia como forma de abrir su mente a las nuevas tecnologías y su proyección social. Son, o somos, jóvenes de setenta años. Hemos estado tan ocupados que no tenemos conciencia de nuestro envejecimiento y nos cuesta aceptarlo.  

Es esa generación que ya declina y que fue, en parte, el motor de aquella transición que aquí nos trajo. Los nacidos a mitad del pasado siglo XX, en torno a los 50, fueron sujetos clave en el proceso de desarrollo y cambio de nuestra sociedad. Yo, ya septuagenario, viví, sufrí y gocé, según el caso y el momento, ese tránsito que la generación de los 50 ha realizado. 

Nacidos en la posguerra, vivieron una infancia difícil, sobre todo los hijos de familias no agraciadas por el “honor de haber ganado la contienda” (aquella pelea entre abuelos, según Feijóo) y ser adeptos al régimen y su parafernalia, sumisos al espíritu del “Glorioso Movimiento Nacional”. Fue duro nacer en aquellos pueblos labriegos de la Andalucía profunda, con unos padres que, tras sufrir los avatares y miserias de una guerra fratricida, donde forzosamente hubieron de combatir y/o sufrir las circunstancias, ahora debían luchar, en el día a día, por sacar un mínimo fruto al campo, que requería un inmenso esfuerzo y el sudor del labrador, en un mundo donde reinaba la nada. 

Aceituneros sumisos más que altivos, gañanes de arado y mancera en mano tirado por la yunta, segadores con sudor y cubiertos de incómodo polvo, trilla y aventada de la mies, y un sinfín de trabajos penosos y escasamente remunerados, para conseguir un poco de pan, aceite y tocino o alguna otra cosilla para criar a los chavales. Gallinas de corral, conejos, cerdos que reciclaban en su carne los desperdicios, etc.  Sufridas madres, arrastrándose bajo el olivo o escardando el trigal, que, luego, una vez cumplida la jornada, tenían en casa otra labor inmensa que hacer para cubrir las necesidades del hogar, sin ayuda, sin tecnología y, a veces, incluso, sin agua para lavar la ropa que debían acarrear desde la fuente pública o acudir al lavadero en un mundo netamente machista.

Eran tiempos de sufrir. Sufriendo, en este Valle de lágrimas, se ganaba la Gloria; el dolor y la pobreza abrían sus puertas. El cura, con sus planteamientos anclados en el nacionalcatolicismo, adoctrinaba y marcaba el camino a seguir, controlando tu pensamiento a través del confesionario. Enseñaban a la gente que su misión era la sumisión, y mediante sus homilías de la misa la hacían sumisa, dejando a los prebostes el derecho a decidir por los demás. 

Hubo un momento crucial para la Iglesia, fue el Concilio Vaticano II con Juan XXIII (yo andaba en el seminario), donde aflora otro espíritu discordante con el discurso religioso del clero español. La Teología de la Liberación rompe el esquema y siembra en aquella juventud la implicación en la justicia social y la lucha contra la pobreza. Parte de la Iglesia toma partido por el cambio. Los curas dan la cara, dándose la vuelta en la misa y dejando el latín, y se implican, hasta aparecer la figura de los curas obreros. El jesuita José Luis Martín Vigil publica en 1973 “Los curas comunistas”, novelando el tema. 

En los años sesenta muchos jóvenes de esa generación dejamos nuestros pueblos blancos, colgados del barranco, como cantaba Serrat. Había que salir de aquella cárcel para llenar de esperanza nuestros corazones, para sembrar la ilusión de un proyecto de vida propio. Fuga masiva a las grandes ciudades, a las zonas industrializadas, habitando viviendas, en muchos casos, inhóspitas e insalubres y, en otros, con el solidario hacinamiento familiar. Tiempos difíciles si querías estudiar, donde había que conjugar el trabajo con los estudios nocturnos. 

Empezamos a crecer ideológicamente, nos cuestionamos todo lo aprendido. Dejamos de creer en lo que nos habían dicho que teníamos que creer, porque ya no creíamos en quien nos lo había dicho. Ateísmo, agnosticismo, rechazo a la religión o una nueva alianza con ella. 

Mayo francés en el 68, la lucha política y sindical, huelgas reivindicativas, manifestaciones, carreras delante de los grises, golpes, detenciones y palizas en comisaría, etc. van marcando el paso hacia una transición que lleva a la democracia, a la integración en Europa, que ya era irrenunciable, imparable, en un tardofranquismo agonizante. 

Mientras, se va redimiendo España de la miseria con aquellos jóvenes adolescentes que asumieron compromisos mayores, trabajando con denuedo e ilusión por conseguir un mañana mejor. Todo fue llegando con grandes sacrificios. La libertad se impuso, la democracia ganó y la transición nos llevó a un régimen constitucional que sembró la ilusión. La España rota se fue reconstruyendo, se apilaron viviendas en bloques inmensos. El barro de las calles de los barrios obreros fue dando paso a las aceras y al asfalto. La llegada de la democracia, trajo la ilusión del voto, el placer de introducir por aquel orificio y por primera vez la papeleta (la Trinca cantaba su canción: Por primera vez, dando un toque de humor al acto de votar).

Ahora, aquella generación que cargó sobre sus espaldas la labor de cambiar a España, se apaga. La Parca nos va diezmando. En cierto sentido, al querer proteger a nuestros hijos de aquellos avatares tan duros, les hemos hurtado su derecho a conocer ese pasado y no pueden extraer las enseñanzas que se requiere para no tener que repetirlo. Con lo que está cayendo se empieza a sospechar que pudieran volver, de la inconsciente mano de populismos, aquellos viejos tiempos.   

Nosotros, los “septualescentes”, que empezamos a trabajar con 16 años, que hemos hecho un enorme esfuerzo por mantenernos al día en todo, que hemos saltado de una España cuasi analfabeta a otra docta, con la juventud mejor preparada, vemos con tristeza cómo se diluye el resultado de tan probo esfuerzo. La democracia, la soberanía popular, la solidaridad humanista que nos guió, la libertad en su real concepto… todo aquello, que tanto nos costó, corre peligro. Vuelven viejos cantos de sirena para atrapar emocionalmente al descontento en proyectos suicidas bajo la alienación, el gregarismo y la sumisión al líder. Vuelve el odio, la vehemencia, el insulto, la imposición, el rechazo al diferente, la idea de un liberalismo de motosierra al que ya llaman “anarcoliberalismo”; un espacio para el darwinismo social: “el pez grande se come al chico”. Aflora el individualismo que se antepone a todo lo demás, pasando de: “lo mejor y lo primero para mi compañero” a “lo mejor y lo primero, para mí, compañero”. 

Malos tiempos para la lírica, si no somos capaces de reconducir la situación desde el ejercicio del librepensamiento.

 

Antonio Porras Cabrera

Natural de Cuevas de San Marcos (Málaga), es profesor jubilado de la Universidad de Málaga; Psicólogo, Enfermero especialista en Salud Mental y Gestión Hospitalaria. Profesionalmente se ha dedicado a la asistencia y gestión sanitaria y a la docencia universitaria. 

Se define como librepensador y en su faceta de escritor y poeta, tiene publicados 11 libros de diversa temática: poesía, ensayos, novela, relatos, etc. colabora en varias revistas literarias y es articulista de prensa. Es miembro de la ACE-A, Ateneo de Málaga, presidente de ASPROJUMA (Asociación de Profesores Jubilados de UMA) e integrante de diversos grupos, en el campo digital, relacionados con la actividad literaria a nivel nacional e internacional.