¿Estamos en guerra con nuestros hijos?
Cualquier progenitor que tenga hijos que se portan mal en público ha recibido alguna vez la siguiente advertencia: “tienes que ponerle límites, si se porta así ahora ¿qué va a pasar en la adolescencia?”.
En la mayor parte de las ocasiones, los adultos con niños y niñas rebeldes a cargo han puesto de su parte todo lo que sabían antes de solicitar la ayuda de un profesional. Entonces, ¿qué no terminan de hacer bien a pesar de sus esfuerzos?
Poner límites parece significar marcar, regular lo que la persona quiere hacer. Por tanto, hay una acción iniciada por el niño o niña, que va en la dirección de conseguir algo y el papel del adulto sería el de regular; por aquí sí puedes ir, por allí no y por allá ni se te ocurra.
El origen de porqué el niño o la niña quiere hacer eso que hay que “limitar” no parece importarle a casi nadie. Lo que importa es la respuesta del adulto que debe organizar esos impulsos que provienen del infante.
Toda organización es una forma de control, en este caso se organiza la respuesta a lo que el niño hace: se hace un control de contingencias. Esta es la base de la modificación de conducta que tiene su origen en el conductismo, cuyo principio principal, explicado de forma sencilla, es que lo que determina la ocurrencia de una conducta, cualquier conducta, son los estímulos que la siguen; si estos actúan como refuerzo, la conducta tendrá más posibilidades de repetirse; si actúan como castigo, la conducta decaerá hasta extinguirse. Esto dice la teoría y la investigación científicas. En esto se basaba la intervención psicológica de la popular serie Supernanny. Sin embargo, la experiencia de profesoras y profesores de infantil, primaria e instituto, la experiencia de padres y madres, con asiduidad dista mucho de esta descripción tan límpida.
Dado que lo que hace el adulto le importa más a la sociedad que los motivos por los que el niño hace lo que hace, resulta relevante preguntarse qué hacen los progenitores del siglo XXI.
Desde la experiencia como terapeuta, las respuestas de las madres y padres se podrían situar en un continuo que va desde la pena; “¿Cómo le voy a animar a hacer, prohibir o decir que no realice algo? No lo va a soportar, lo va a pasar mal”, hasta el otro extremo del continuo que es una respuesta adulta que anula completamente la voluntad del niño o niña, sustituyéndola de manera capciosa por la del adulto.
En todos los casos, cuando el descontrol de la conducta infantil llega a terapia, los progenitores lloran. Lloran sobre todo mucho las madres, aunque no son las únicas, algunos padres también lloran en consulta, algunas abuelas, tíos, amigos de la familia, etc. Lloran porque se sienten culpables del sufrimiento de sus hijos e hijas, porque se sienten incapaces de ejercer ese control que sienten que deberían ejercer y sus vidas se han convertido en un continuo perseguir al menor para conseguir que haga ciertas cosas básicas; o sufren porque a pesar haber ejercido ese control ven que sus hijos siguen pasándolo mal, siguen sin adaptarse a la escuela, al grupo de amigos o a determinadas situaciones sociales. Aquí la terapia es de utilidad, pero además sería interesante preguntarse a qué se debe todo esto.
Cada vez son más los diagnósticos de niños y niñas con trastorno bipolar, con trastorno por déficit de atención con hiperactividad, con trastorno de espectro autista, etc. La comunidad científica y profesional no sabe a qué achacar estos incrementos, se especula sobre un mejor diagnóstico de los trastornos infantiles, pero planean otras posibles explicaciones como los intereses comerciales de los laboratorios farmacéuticos–principales beneficiarios económicos de la creciente medicalización de la infancia–. Sin embargo, los síntomas son reales, se presentan cada vez a edades más tempranas y con mayor intensidad.
Además de los trastornos mencionados, se ha añadido a la nueva edición del manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales (DSM-5), el trastorno de desregulación destructiva del estado de ánimo, como respuesta a las múltiples familias que llevan a sus hijos a la consulta de la pediatra o de la psicóloga porque son irascibles, se encuentran continuamente enfadados, porque tienen rabietas a menudo, porque tienen, en definitiva, sentimientos “desregulados” como indica el manual.
La escuela es el otro foco habitual al que se dirige la investigación y los teóricos de la educación tratan de hacer que este contexto sea lo más inclusivo posible para todo tipo de niños y niñas. Esto se recoge en la formación de los futuros docentes y en las políticas educativas, más o menos acertadas en sus aproximaciones, que han tratado de dar respuesta a la diversidad de la escuela. Pero son las profesoras y profesores que trabajan a diario con grupos de niños y niñas siempre demasiado grandes, siempre con demasiada poca ayuda institucional y con falta de recursos, quienes se enfrentan de nuevo al reto de la inclusión y, en muchas ocasiones, a intentar mantener el control de la clase.
Antes mencionábamos los principios de la modificación de conducta, provenientes del conductismo, como los más conocidos por la sociedad en general para abordar el comportamiento humano. El conductismo es una de las teorías que explican el aprendizaje y el desarrollo humano, pero no es la única, hay muchas más. Hay otras teorías que tienen en cuenta la cultura, la diferencia sexual, la etnia, la raza, la posición económica, etc. Hay grandes teorías, con la misma base científica que el conductismo, que postulan que a cada individuo le afecta de forma significativa e idiosincrásica la interacción con varios sistemas superpuestos en los que crece y se socializa. Urie Bronfenbrenner, uno de los especialistas más conocidos del desarrollo del siglo XX, habla de sistemas ecológicos representados de forma concéntrica.
El niño, situado en el centro, se ve afectado por microsistemas (familia, escuela, grupo de iguales, asociaciones culturales o religiosas en las que participa, etc.). Por mesosistemas, que serían las relaciones entre los sistemas anteriores: la relación de sus progenitores con su profesora, la relación del grupo de amigos con sus padres, etc.). Hasta aquí, todos son sistemas altamente estudiados desde la investigación en desarrollo y educación, en psicología, sociología y antropología. Pero Bronfenbrenner creía también que los medios de comunicación, los centros comerciales, los medios de transporte, las instituciones de salud, las estructuras comunitarias o la ausencia de las mismas, el lugar de trabajo de los padres, etc., tenían un impacto significativo en ese desarrollo. Más allá aún, que la cultura del país, sus políticas y su sistema económico modificaban el desarrollo, que las políticas económicas y las condiciones sociales podían cambiar el curso del desarrollo evolutivo, biológico, de la persona.
Esto quiere decir que el sistema económico actual, que domina mediante la publicidad los medios de comunicación, tiene un altísimo impacto en nuestra forma de vida; especialmente desde la entrada de las múltiples pantallas y redes sociales como medio cotidiano de comunicación y expresión. Esto que cambia nuestras costumbres como sociedad, nuestra forma de consumo, la disponibilidad de tiempo, el ocio y la forma de relacionarnos, está modificando la manera de crecer de los niños y niñas que se inscriben, de manera forzosa, en el macrosistema actual.
Un impacto que no está siendo estudiado en las universidades y que no está siendo tenido en cuenta para comprender a qué se debe el aumento de trastornos, la intensidad de sus síntomas, la persistencia insidiosa de los mismos, la precocidad de las señales a las que sí llamamos disfuncionales, pero sin explicar porqué.
No se investiga porque las complicaciones experimentales y deontológicas de un estudio de esas características son difícilmente abarcables, entre otros motivos no menos importantes.
Pero como individuos sí podemos observar a nuestros hijos, escuchar con atención sus problemas, tratar de comprender sus actos y la relación de sus consecuencias con el entorno. Para eso se necesita tiempo y esfuerzo analítico, pero quizá comencemos a ver que sus conductas no son tan disfuncionales como parece, que sí cumplen una función y que lo disfuncional es de otro orden.
Gema Campos. Dra. en Psicología
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