La atalaya de los 70
Por: Antonio Álvarez de la Rosa
Me gustan la música y la letra de mis 70 principales. Por supuesto, unos temas más que otros, como ocurre con tantas cosas de la vida y de la edad o de la edad de la vida. Me apetece enumerar algunos para conocer lo que atesoro. Cuando paseo por la playa, por ejemplo, no me canso de oír el mar o de ver las nubes jugueteando con el viento, dibujándose a sí mismas. Me apena, por cierto, ver a gente que no escucha la conversación de las olas, unas veces plácida y, otras, rugiente. Me alegra ver la vida en las calles, oír frases incompletas, detenidas en el aire mientras camino por la acera sin mirar una pantalla, sin escuchar músicas enlatadas ni radios enrabietadas que me impidan imaginar lo escuchado y lo por escuchar… Me anima el trabajo y la honradez de tantos científicos que, sin ser influencers y demasiadas veces en precarias condiciones laborales, han abierto las puertas a la esperanza sanitaria (Hace más de siglo y medio, escribió Flaubert esta obviedad nada obvia: “Una sociedad ideal sería aquella en la que todo individuo funcionara según su capacidad”). Huyo de la estupidez y valoro mucho la conversación con las personas buenas, inteligentes y trufadas de ironía, esos ratos en los que nos hacemos más sabios escuchando a los que de verdad lo son. Si, además, saben apreciar las buenas mesas y bebidas, mucho mejor que mejor. Me intoxican los que, espantados por los años que van acumulando, se irritan a diestro y siniestro. Sobre todo, los que, famosos por sus novelas o ensayos -empleo el masculino, porque es lo que vengo observando-, utilizan sus columnas periodísticas para publicar sus berrinches particulares. Salvo que alguien de quien me fío me recomiende lo reciente, apenas me hacen mella consumista las novedades -literarias, cinematográficas o musicales-, porque tiendo más a volver a saborear lo que ya aprecié en otro momento. Qué alivio, por cierto, haberse quitado la mascarilla pedante que, de jóvenes y frente a la pandilla, disimulaba nuestra ignorancia. Ahora, pasajero en el trasatlántico de los setentones, leo lo que me interesa o declaro a las claras que ni he visto, leído u oído, ni tengo intención de hacerlo, tal o cual obra sin tener que disimular mi desconocimiento. Es una etapa en la que voy comprobando, maravillado, que lo que insufla vida no es mostrar y, mucho menos, exhibir lo que sé, sino enriquecerme con lo que ignoro. Empiezo a entender ahora que, en ese trecho de la existencia, mi madre se fiara de mi hermano que, previamente, ya la había enganchado a la Fortunata y a la Jacinta de Pérez Galdós. Así fue como se asomó, vaya usted a saber por qué, a una novela como Madame Bovary. Me asombró el gigantesco salto de una lectora que, en su infancia y juventud, solo tuvo la posibilidad de terminar los estudios primarios y que, a lo largo de la mayor parte de su vida como ama de casa, apenas gozó de tiempo libre para algo que no fuera, como máximo, hojear un periódico ¡Qué libertad más atrevida la suya! Se había instalado, lo supongo ahora, en una especie de nirvana existencial, tras haberse dejado demasiada piel en su vida anterior. De ahí que, en medio de esta digresión, lamente la torpeza de mi despiste e incluso mi cortedad de miras. Ella andaba por la pasarela de los 70 cuando yo iba cumpliendo los 40 principales. No sé por qué la mordaza de mi ignorancia y los tapones de mi sordera generacional me impidieron preguntarle, desde el amor y la admiración, cómo veía ella la vida desde la atalaya de la senectud. Si lo hubiese hecho, estoy seguro de que me habría facilitado el tránsito hacia el mirador desde el que ahora procuro contemplar el paisaje, porque estoy seguro de que alguna luz suya me hubiese iluminado algo la “selva oscura” que, pasados los años, todos atravesamos. En todas las etapas de la vida, lo habitual son los zigzagueos, atajos y tropiezos. Por eso, empieza uno a preguntarse cómo se rompió la transmisión de la experiencia de quienes nos educaron, dónde quedó represado el caudal de la sabiduría que iban adquiriendo conforme se hacían mayores, por qué dejamos de escuchar y nos limitamos, casi siempre, a oír. Me lo pregunto retóricamente, porque creo que sucedió cuando empezamos a entrar en la “modernidad”, cuando decidimos que todo lo anterior era un estorbo para escalar la cima del éxito y que, para ese viaje, nuestras alforjas desentonaban con las mochilas de moda.
Tras esta larga confidencia, añado un último tema. En demasiadas ocasiones, me sigue descorazonando el maltrato, cuando no la tortura, a que está sometida la lengua. No hace falta ser un profesional de la filología para darse cuenta de la pobreza del lenguaje que nos rodea y de su manipulación. De ahí que, a diario, me reafirme en la voluntad que siempre tuve como profesor, en la convicción de que, ante todo, hay que enriquecer el conocimiento de la lengua. Al respecto, compruebo que hay que salir quizá más que nunca de las murallas académicas para bajar a la arena de la divulgación, en este caso seria y divertida, como demostró Deslenguados, un programa de la 2 de TVE. (Desde su título, ponía en tela de juicio la definición de la RAE, porque en él no se practicaba el lenguaje soez. Dani Orviz, poeta y presentador, simplemente trataba de liberar a la lengua de sus ataduras de hierro). ¿Los seres humanos somos algo sin ella? ¿Tiene algo que ver la lengua con el hecho de que consiguiéramos abandonar las cuevas, inventáramos la rueda o la azada e incluso el teléfono móvil? ¿Para nada han servido, por ejemplo, millones de versos que han intentado desvelarnos el amor, la soledad, la alegría de la lluvia o la tristeza de la sequía? ¿Podemos acaso sentir o transmitir la pasión con un par de emoticonos besuqueadores y robóticos? Si reflexionar sirve de algo, ¿puede existir y desarrollarse el pensamiento sin conocer la lengua todo lo profundamente que se pueda? En este sentido, ¡qué tristeza profesoral produce el desamparo en que se sienten los alumnos cuando les preguntan para qué sirve estudiar Lengua! Imaginen, les decía a los míos, la cara que pondría un ingeniero de Caminos, Canales y Puertos o como se llame hoy esa titulación, si le preguntáramos por la utilidad del hormigón. Creo, por último, que urge preguntarnos qué no hemos hecho para que se dilapide o se desdeñe tanto conocimiento y energía almacenados en la prolongada senectud de nuestro tiempo.
ANTONIO ÁLVAREZ DE LA ROSA
Catedrático de Filología Francesa es, además, autor de artículos en revistas literarias o en suplementos culturales, traductor y prologuista de, entre otros, Victor Hugo, Flaubert, Maupassant, Michelet, Julien Gracq, Gustave Le Rouge, Dominique Fernandez, Manchette, Marcel Schwob, Michel del Castillo, Albert T’Sertevens, Abdellatif Laâbi, Michel Schneider…
Conferencias y Comunicaciones en múltiples Universidades e Instituciones Culturales. Durante una decena de años, publicó artículos de opinión en La Opinión de Tenerife.
Premio de Traducción 2010 “Rafael Cansinos Assens” de la Junta de Andalucía.