Las marcas del Emperador de las Moscas

Por: Laureano Benítez 

Desde que el mundo es mundo, el ser humano ha tenido una tendencia ancestral a marcar sus posesiones, con el objetivo de identificarlas, de acreditar quién es su dueño, y prevenir posibles sustracciones y confusiones. Naturalmente, esa compulsión por marcar también sucede en el caso de que las cosas poseídas sean seres humanos, en lo que se viene a llamar esclavitud.

Esta práctica se usó ampliamente en la Antigüedad, donde los dueños solían marcar a sus esclavos con algún distintivo que acreditara que les pertenecían.

Durante la trata de negros, era una costumbre establecida que los traficantes marcasen a sus esclavos con la llamada «carimba», práctica idéntica a la que se efectúa con las ganaderías, incluyendo el implantar la marca con un hierro al rojo vivo.

En la actualidad, las empresas son marcas comerciales, que suelen identificarse con un logotipo,  que muy bien podría servir como estrategia para marcar a sus consumidores, a la vez que como un distintivo que identifica a los productos de esa compañía.

Sin embargo, el afán marcatorio va mucho más allá de la simple promoción de una empresa, ya que todos lo productos que consumimos tienen como marca un código de barras que constituye algo así como el carnet de identidad específico de ese objeto.

Mas la identificación de las personas con una marca suele ir más allá de la intención de acreditar su pertenencia a alguien, ya que su verdadero objetivo muchas veces consiste en la intención de influir en esa persona a través de la marca.

Claro antecedente de este fenómeno son los tatuajes, caso impresionante en que la gente se marca a sí misma, casi siempre con distintivos estrambóticos, cuya truculencia y fealdad caen frecuentemente en el ámbiro de lo satánico, pues no hay sino ver tanto calaverati como deambula por ahí para ver a quién pertenecen los ignorantes que llevan ufanos esa oscura simbología.

Resulta también epatante que una moda que siempre ha sido de los ambientes carceleros y lumpens haya pasado a convertirse en un fenómeno universal, al igual que ha sucedido con la moda de los piercings, que de ser aditamento de piratas y gentes de mal vivir sean ahora de uso generalizado.

El marcarse a uno mismo es una señal inequívoca de que se pertenece al sistema, ya que éste también puede poser como duelo a las manadas de borregomatrixs que abrevan selfiando en los pesebres del consumismo. Pero como hoy la totalidad del sistema mundo pertenece al señor de las Moscas, resulta que el borreguerío de los marcados viene a ser esclavo del Emperador de los tábanos, del Señor de las Marcas.

Aunque no penetre en la piel -la tinta si lo hace, ojo— el tatuaje es una manera sibilina de acostumbrar a la gente a que acepte algo en su piel: por ejemplo, una vakuna, marca que acredita la pertenencia del inokulado al Nuevo Orden Mundial,  a las élites satánicas que sirven al señor de Monte Pelado, al Marqués de las Marcas, que marca con su inyección transgénica a sus ovejunos, a sus chupatintas, a sus lameculos, a sus lacayos, a su ganadomatrix.

Igual que el brazalete de «Juden» indicaba que su portador era de ascendencia judía,  llevar la vacuna quiere decir que quién la lleva es un ignorante, por haberse dejado inocular una sustancia que no tiene ni idea de lo que contiene, hecha sin prescripción médica, sin consentimiento informado, desconocedor totalmente de sus efectos adversos, sometiéndose al experimento sin ninguna obligación.

Sin embargo, el más inquietante horror vakunero radica en el hecho de que las pócimas constituyen la antesala de otra marca, de la marca de todas las marcas, de la madre de todas las marcas: la marca de la Bestia.

No tengo información científica sobre lo que voy a afirmar a continuación, pero mi intuición me susurra que la vakuna llevará muy posiblemente a la aceptación de la futura Marca de la Bestia.

Lo que no es conspiranoico es sospechar que los borregos que llevan el puto bozal al aire libre aun estando solos en el Moncayo o se han vakunado, o se van a vakunar, y serán presa fácil para la marca del Empalador de las Moscas: pobrecillos, porque ya es un hecho ampliamente demostrado que dentro de las vakunas hay sustancias génicas y nanopartículas lavadoras de cerebros, robadoras de almas, conectadoras con entidades y poderes ocultos, efectos letales que se multiplicarán con la marca de la Bestia, con la cual Belcebú poseerá fatalmente a sus portadores, carne de infierno a no ser que medie un milagro divino, un acto de misericordia que será difícil de aceptar por parte de aquellos inoculados con su pérfido microchip.

Así que ojo al dato, no os dejéis marcar, no juguéis a ser marqueses,  no hagáis marcaderías, rechazad todo lo que pretenda invadir vuestro cuerpo, rechazad todo el Himalaya de basura con la que quieren lobotomizar vuestro cerebro, rechazad toda la enorme montaña de putrefacción  moral con la que quieren echar a perder vuestras almas: no os pleguéis ante todo lo que pretenda someteros, humillaros, esclavizaros, marcaros…

En el Imperio Romano, era práctica de los emperadores exigir adoración a su persona, concretada en el ofrecimiento de incienso ante una efigie suya. Naturalmente, los cristianos no cedieron ante esta idolatría, y por este motivo quedaban marcados como enemigos del Imperio, estigmatizados socialmente, siendo sometidos a torturas horribles para que apostataran de sus creencias crísticas: despellejados, quemados, descuartizados, devorados por las fieras, aquellos mártires no se dejaron marcar por el Imperio.

Lo mismo sucedió con los mártires del holocausto católico que tuvo lugar en España durante la Guerra Civil, ya que los sádicos y satánicos milicianos realmente no querían asesinar a los católicos, ya que su verdadero objetivo era que apostataran de su fe, y con esta pretensión los sometían a toda clase de torturas. Como no conseguían su objetivo, los eliminaban, después de haber oido sus gritos victoriosos de «¡Viva Cristo Rey!».

Y ahora, la catoliquería en pleno, alistada en las filas de la borreguería, vende su alma al Emperador de las Moscas, de manera voluntaria, ofreciéndole  incienso, haciéndole la ola, sometiéndose babosamente a sus dictados y a sus marcas: ¿qué harán, entonces, cuando sin la marca maldita no puedan ni comprar ni vender?

Así que, cuando venga esa marca satánica, cuando el Emperador de las Marcas os exija sumisión, ya sabéis lo que tenéis que decir: «¡Viva Cristo Rey!».

 

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